martes, 12 de marzo de 2013

Memorias de la Casa de la Concepción


En la Casa de la Concepción mi amado y yo contemplamos la poesía del invierno. Aprendimos a alimentar la chimenea, a cortar la leña seca y a valorar el fuego. Cuando afuera todo estaba blanco porque el manto de nieve había cubierto cualquier verdor, vimos huellas de venados y mapaches, caminitos de ardillas correlonas, oímos cantos de pájaros valientes.


 En la Casa de la Concepción mi amado y yo jugamos a hacer música, a ser yoguis, a leer libros, a escribir un diario; jugamos Monopolio, ping pong, wii, Apple to Apple y minibasketball. Jugamos a ser los dueños de la casa, a ser esposos y amantes, a inventar canciones y recetas. Jugamos a correr desnudos en la nieve y a meternos después en un vaporosa bañera con sales relajantes de lavanda.



En la Casa de la Concepción mi amado y sus amigos robóticos conspiraron en lenguas algorítmicas, diseñaron redes de enredos, conectaron aparatos con cables de colores, hicieron de la mesa del comedor una oficina de intringulis. Por momentos se pusieron serios y se enfrascaron en cálculos estadísticos, para después premiar sus neuronas con una buena dosis de verde salpicón.
  

En la Casa de la Concepción fuimos una familia con Merle y Leo, ella productora de teatro, él abogado de barcos y truculencias, pareja de encanto con apartamento en Manhattan y finca de descanso en Great Barrington. Y mientras ellos hacían su vida real en la capital del mundo, nosotros custodiábamos su finca y disfrutábamos el honor de ser huéspedes de lujo en su mansión pecera con vista a las montañas blancas de Massachusetts.


En la Casa de la Concepción cocinamos arroz con verduras, burritos de fríjol, lentejas, ensaladas de lo que fuera, arepas con chocolate, pastas, hamburguesas, brownies and Apple Pie. Tomamos aguapanela, café, té, Seven Up, jugo de naranja, cerveza y Coca Cola. Uno que otro día pedimos una pizza y uno que otro día salimos a comer.



En la Casa de la Concepción dibujé la Casa de la Concepción con acuarelas y tinta negra. Después de tomarle una foto al resultado, ofrecimos el dibujo a Merle y Leo, como regalo por su hospitalidad y su confianza en los desonocidos. Ellos enmarcaron la imagen en un elegante soporte negro y la colgaron en la pared derecha de su habitación en Nueva York.

Hoy, impresionados por las últimas noticias, mi amado y yo pensamos cómo describir en el futuro los detalles de la ahora desaparecida Casa de la Concepción. Tal vez diremos que durante los días en los que los amigos robóticos se ausentaron de casa y el frío blanco nos hacía permanecer bajo las cobijas, una avalancha calurosa nos entrelazó las almas y nos hizo derretir en una aleación de estrellas. Olvidamos que el mundo es a veces un escenario osco y malvado donde los hombres son bestias y las bestias hombres, y nos dejamos envolver por la vida misma hasta terminar comprendiendo la magnitud del Amor.




 En febrero pasado, después de dos meses de vivir el calor del invierno, mi amado y yo empacamos nuestros haberes y volvimos al desierto, dejando la casa tan radiante como la encontramos. Le agradecimos a sus dueños el habernos compartido su finca de descanso, el lugar donde sus hijos aprendieron a caminar, donde celebraron todas sus navidades, donde guardaron valiosos recuerdos de infancia, cunas, libros y juguetes, pinturas, cuentos infantiles, secretos de familia.

Y al desierto nos llegó la triste nueva que esta mañana propició estas memorias: el pasado fin de semana, cuando Merle y Leo descansaban en la finca y trataban de apaciguar el frío con la leña seca -como tantas veces lo hicimos mi amado y yo durante los dos meses que vivimos allá-, un gas malicioso se enfrascó en la chimenea y rompió el acero interior y azuzó más el fuego y se empezó a desperdigar implacable por la sala, el comedor, la cocina y los cuartos del primer piso. La nieve que antes pareciera poesía se convirtió en barrera y prohibió la entrada de los carros de bomberos que, inútiles, permanecieron al margen contemplando el espectáculo diabólico. Merle y Leo, incapaces de detener cualquier chispa, contemplaron también la voracidad del fuego. Lo vieron consumir con rapidez muebles, libros, juguetes y pinturas. Poco a poco todo lo que había en la casa se mezcló con lo etéreo y un día después la pura realidad de la Casa de la Concepción pasó a vivir en un pabellón especial del Planeta de las Memorias.


Hoy, ni Merle y Leo ni los amigos robóticos saben que a pesar de lo mefistofélico de la última noticia, algo sublime salió de la Casa de la Concepción. A muchos kilómetros de distancia, y muchos días después del encuentro de las dos almas en uno de los cuartos del segundo piso, un corazoncito con pies y manos, late, nada y se mueve en el vientre de la mujer que escribe esto, en memoria del hoy desaparecido escenario donde se materializó el Amor.

1 comentario:

  1. Lo siento mucho por la casa, por Merle y Leo. Siento que Baby no pueda disfrutar de ese espacio mágico donde su alma volvió a la vida. ¡Qué bonita historia!

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